IDEAS ICONOCLASTAS


LA BANCARROTA DE LAS CREENCIAS


La fe tuvo su tiempo; tuvo también su quiebra ruidosa. No quedan en pie a estas horas sino solitarias ruinas de sus altares.

Si preguntáis lo mismo a las gentes cultas que a las que llevan todavía taparrabo intelectual, y quieren contestaros en conciencia, os dirán que ha muerto para siempre la fe; la fe política, la fe religiosa, hasta la fe científica, que ha defraudado tantas esperanzas.

Muerto todo el pasado, las miradas giraron anhelantes hacia el sol naciente. Las ciencias tuvieron sus himnos triunfales. Y sucedió que la multitud dióse nuevos ídolos y ahora mismo andan los conspicuos de las creencias nuevas predicando a diestro y siniestro las excelsas virtudes de la dogmática científica. La peligrosa logorrea de encomiásticos adjetivos, la charla sempiterna de los sabios de guardarropía, nos pone en trance de que con razón se proclame la bancarrota de la ciencia.

En realidad de verdad no es la ciencia la que quiebra en nuestros días. No hay una ciencia; hay ciencias. No hay cosas acabadas; hay cosas en perpetua formación. Y lo que no existe no puede quebrar. Si se pretendiera todavía que aquello que está en constante elaboración, aquello que constituye o va constituyendo el caudal de los conocimientos, hace bancarrota en nuestra época, nos demostraría únicamente quien tal dijere que buscaba en las ciencias lo que ellas no pueden darnos. No quiebra la labor humana de investigar y conocer; lo que quiebra, como antes quebró la fe, son las creencias.

La comodidad de creer sin examen o después de deliberación madura, unida a la pobreza de la cultura general, ha dado por resultado que a la fe teológica haya sucedido la fe filosófica y más tarde la fe científica. Así, a los fanáticos religiosos y a los fanáticos políticos siguen los creyentes en una multitud de ismos que si abonan la mayor riqueza de nuestros entendimientos no hacen sino confirmar las atávicas tendencias del humano espíritu.

¿Pero qué significa el clamoreo que a cada paso se levanta en el seno de los partidos, de las escuelas y de las doctrinas? ¿Qué ese batallar sin tregua entre los catecúmenos de una misma Iglesia? Es sencillamente, que las creencias quiebran.

El entusiasmo del neófito, el santo y loco entusiasmo, forja nuevas doctrinas y las doctrinas nuevas creencias. Se anhela algo mejor, se persigue lo ideal, se busca noble y elevado empleo a las actividades, y apenas hecho ligero examen, si se da con la nota que repercute armónicamente en nuestro entendimiento y en nuestro corazón, se cree. La creencia arrastrándose entonces a todo, dirige y gobierna nuestra existencia entera; absorbe todas nuestras facultades. No de otro modo es como las capillas, como las iglesias, chicas o grandes, se alzan poderosas por todas partes. La creencia tiene sus altares, tiene su culto, tiene sus fieles, como los tuvo la fe.

Mas hay una hora fatal, inevitable, de interrogaciones temibles. Y esta hora luminosa es aquélla en que un pensamiento maduro se pregunta a sí mismo la razón de sus creencias y de sus amores ideológicos.

La palabra ideal, que era algo así como la nebulosa de un Dios en cuyo altar quemábamos el incienso de nuestros entusiasmos, se bambolea entonces. Muchas cosas se desmoronan dentro de nosotros mismos. Vacilamos como edificio cuyos cimientos flaquearon. Sentíamonos molestos con los compromisos de partido y de opinión, tal como si nuestras propias creencias llegaran a convertirse en atadero inaguantable. Creíamos en el hombre, y ya no creemos. Afirmábamos en redondo la virtud mágica de ciertas ideas, y ya no osamos afirmarla. Gozábamos el entusiasmo de una regeneración positiva inmediata, y ya no la gozamos. Sentimos miedo de nosotros mismos. ¡Qué prodigioso esfuerzo de voluntad para no caer en la más espantosa va cuidad de ideas y de sentimientos!

Allá va la multitud arrastrada por la verbosidad de los que no llevan nada dentro y; por la ceguera de los que se creen repletos de grandes e incontestables verdades. Allá va la multitud prestando con la inconsciencia de su acción vida aparente a un cadáver cuyo enterramiento no espera sino la voluntad fuerte de una inteligencia genial que arranque la venda de la nueva fe.

Pero el hombre que piensa, el hombre que medita sobre sus opiniones y actos en la silenciosa soledad a que le lleva la insuficiencia de las creencias, esboza el comienzo de la gran catástrofe, presiente la bancarrota de todo lo que mantiene a la humanidad en pie de guerra y se apercibe a la reedificación de su espíritu.
Las polémicas ruidosas de los partidos, las diarias batallas de personalismos, de enconos, de odios y de envidias, de vanidades y de ambiciones, de las pequeñas y grandes miserias que cogen al cuerpo social de arriba abajo, no significan otra cosa sino que las creencias hacen quiebra por doquier.

Dentro de poco, tal vez ahora mismo, si profundizáramos en las conciencias de los creyentes, de todos los creyentes, no hallaríamos más que dudas e interrogaciones. Confesarían pronto sus incertidumbres todos los hombres de bien. Sólo quedarían afirmando la creencia cerrada aquéllos que de afirmarlo saquen algún provecho, del mismo modo que los sacerdotes de las religiones y los augures de la política continúan cantando las excelencias de la fe que aun después de muerta les da de comer.

¿Es acaso que la humanidad va a precipitarse en el abismo de la negación final, la negación de sí misma?

No pensamos como viejos creyentes que lloran ante el ídolo que se derrumba. La humanidad no hará otra cosa que romper un anillo más de la cadena que la aprisiona. El estrépito importa poco. Quien no se sienta con ánimos para asistir sereno al derrumbamiento, hará bien en retirarse. Hay siempre piedad para los inválidos.

Creímos que las ideas tenían la virtud soberana de regenerarnos, y nos hallamos ahora con que quien no lleva en sí mismo elementos de pureza, de justificación y de veracidad, no los puede tomar a préstamo de ningún ideal. Bajo el influjo pasajero de un entusiasmo virgen, parecemos renovados, mas al cabo, el medio ambiente recobra su imperio. La humanidad no se compone de héroes y genios, y así, aun los más puros se hunden, al fin, en la inmundicia de todas las pequeñas pasiones. La hora en que quiebran las creencias es también la hora en que se conoce a todos los defraudadores.

¿Estaremos en un círculo de hierro? Más allá de todas las hecatombes la vida brota de nuevo. Si las cosas no se modifican conforme a nuestras tesis particulares, sino suceden tal como pretendemos que sucedan, ello no abona la negación de la realidad de las realidades. Fuera de nuestras pretensiones de creyentes, la modificación persiste, el cambio continuo se cumple, todo evoluciona: medio, hombres y cosas. ¿En qué dirección? ¡Ay! Eso es lo que precisamente queda a merced de la inconsciencia de las multitudes; eso es lo que, en último término, decide un elemento extraño a la labor del entendimiento y de las ciencias: la fuerza.

Después de todas las propagandas, de todas las lecciones, de todos los progresos, la humanidad no tiene, no quiere tener, más credo que la violencia. ¿Acierta? ¿Se equivoca?

Y es fuerza que aceptemos las cosas como son y que, aceptándolas, no flaquee nuestro espíritu. En el momento crítico en que todo se desmorona en nosotros y alrededor de nosotros; cuando nos penetramos de que no somos ni mejores ni peores que los demás; cuando nos convencemos de que el porvenir no se encierra en ninguna de las fórmulas que aún nos son caras, de que la especie no se conformará jamás a los moldes de una comunidad determinada, llámese A o llámese B; cuando nos cercioramos, en fin, de que no hemos hecho más que forjar nuevas cadenas, doradas con nombres queridos, en ese momento decisivo es menester que rompamos todos los cachivaches de la creencia, que cortemos todos los ataderos y resurjamos a la independencia personal más firmes que nunca.

Si se agita una individualidad vigorosa dentro de nosotros, no moriremos moralmente a manos del vacío intelectual. Hay siempre para el hombre una afirmación categórica, el devenir, el más allá que se refleja sin tregua y tras el cual es preciso correr, sin embargo. Corramos más deprisa cuando la bancarrota de las creencias es cosa hecha.

¿Qué importa la seguridad de que la meta se alejará eternamente de nosotros? Hombres que luchen, aun en esta convicción, son los que se necesitan; no aquéllos que en todo hallan elementos de medro personal; no aquéllos que hacen de los intereses de partido banderín de enganche para la satisfacción de sus ambiciones; no aquéllos que puestos a monopolizar en provecho propio, monopolizarían hasta los sentimientos y las ideas.

También entre los hombres de aspiraciones más sanas se hacen plaza el egoísmo, la vanidad, la petulancia necia y la ambición baja. También en los partidos de ideas más generosas hay levadura de la esclavitud y de la explotación. Aun en el círculo de los más nobles ideales, pululan el charlatanismo y el endiosamiento, el fanatismo, pronto a la intransigencia con el amigo, más pronto a la cobardía con el adversario; la fatuidad que se empina pavoneándose escudada en la ignorancia general. En todas partes, la mala hierba brota y crece. No vivamos de espejismos.

¿Dejaremos que nos aplaste la pesadumbre de todo lo atávico que resurge, con nombres sonoros, en nosotros y alrededor de nosotros?

Erguirse firme, más firme que nunca, poniendo la mira más allá, siempre más allá de una concepción cualquiera, revelará al verdadero luchador, al revolucionario de ayer, de hoy y de mañana. Sin arrestos de héroe, es menester pasar impávidos a través de las llamas que consumen la mole de los tiempos, arriesgarse entre los maderos que crujen, los techos que se hunden, los muros que se desploman. Y cuando no queden más que cenizas, cascote, informes escombros que habrán aplastado la mala hierba, no restará para los que vengan después más que una obra sencilla: desembarazar el suelo de obstáculos sin vida.

Si la caída de la fe ha permitido que en el campo fértil del humano crezca la creencia, y la creencia, a su vez, vacila y se inclina marchita hacia la tierra, cantemos la bancarrota de la creencia, porque ella es un nuevo paso en el camino de la libertad individual.

Si hay ideas, por avanzadas que sean, que nos han atado al cepo del doctrinarismo, hagámoslas añicos. Una idealidad suprema para la mente, una grata satisfacción para el espíritu desdeñoso de las pequeñeces humanas, una fuerza poderosa para la actividad creadora, puesto el pensamiento en el porvenir y el corazón en el bienestar común, quedará siempre en pie, aun después de la bancarrota de todas las creencias.

En estos momentos, aunque se espanten los mentecatos, aunque se solivianten todos los encasillados, bulle en muchos cerebros algo incomprensible para el mundo que muere; más allá de la anarquía hay también un sol que nace, que en la sucesión del tiempo no hay ocaso sin orto.

(“LA REVISTA BLANCA”, núm. 10. Madrid, 1º diciembre 1902.)
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(1) Este trabajo lo refundió Ricardo Mella en 1912 para incluirlo en el tomo «Cuestiones sociales». Esa refundición la hizo intercalando entre diversos párrafos del original primitivo gran parte de «Los cotos cerrados» y algunos fragmentos de «Diálogo acerca del escepticismo», artículos que aparecen íntegramente reproducidos más arriba. Por esta razón, creemos más acertado publicar «La bancarrota de las creencias», tal como apareció primeramente, lo que permitirá al lector, además, conocer mejor la evolución del pensamiento de Mella. - (Nota de los editores.)






¡BASTA DE IDOLATRIAS!


Me lo decían amigos queridos, y me resistía a creerlo. La evidencia ha venido a mí en forma de alegorías y postales y también en forma de noticia periodística.

Tan baja mentalidad no podía suponerla en gentes que se llaman radicales, que se llaman socialistas, que se llaman anarquistas. ¡Cómo! - me decía - si eso que se me cuenta es cierto; si tan hondo hemos caído, ¿no habrá una sola voz que se alce en son de protesta, que execre la ruin y vil idolatría, que rechace valientemente toda complicidad con labor tan nefasta?

Un día el fetichismo se manifiesta en forma de reuniones apologéticas, de artículos encomiásticos, de glorificaciones que rechaza el más débil espíritu de justicia. Otro día se revela en manifestaciones callejeras, en aclamaciones serviles, en endiosamientos que degradan, que encanallan a la multitud. Y la ola crece hasta el arrollamiento de toda consideración de decencia y de honestidad públicas.

De un lado Lerroux, de otro Ferrer. No me importan los hombres. No quiero juzgarlos ahora. Tiempo habrá de tirar resueltamente de la manta, si ello es necesario. Lo que me importa, lo que importa a todos ahora son las manifestaciones de baja idolatría, de indigno fetichismo hechas al uno y al otro.

Unos hombres que rinden las banderas al paso de Lerroux como el ejército rinde las armas al paso del Rey o al paso de Dios; unos hombres que entonan himnos al caudillo, que le reverencian y le agasajan en todas formas, que casi le adoran por su linda estampa más que por sus ideas, esos hombres no pueden alardear de ideas progresivas o radicales y miente quien diga que con tales gentes vive el espíritu de rebeldía y que tales hombres enarbolan la roja bandera de la revolución. Esos hombres no son radicales, no son progresivos; son lacayos o peor que lacayos, capaces de sustituir a los nobles brutos que arrastran el coche del señor. Y aquéllos que reciben y aceptan tales homenajes y tales servilismos sin protesta, ni quieren la elevación moral del pueblo ni hacen nada por emanciparle. Le engañan, le explotan, le envilecen.

¿Y, qué decir de los que han hecho de la antiartística alegoría, de la postal ridícula, del dije y del medallón pretenciosos, signo de rebeldía, de revolucionarismo? Ahora mismo tengo delante una tarjeta ignominiosa: un trozo de tela con el rostro de Ferrer rodeado de una corona de espinas y en lo alto un letrero que dice: “Ecce Homo”. Abajo, una burda representación de su fusilamiento por Maura y secuaces. Sólo falta la Magdalena, sin duda porque el autor se olvidó de Soledad Villafranca. ¿No es horriblemente ridículo, no es una burla sangrienta, no es una brutalidad incalificable semejante modo de endiosamiento, de cristianización del ferrerismo? ¿No es ello una revelación evidente de que hay revolucionarios de pacotilla que adoran en el hombre y por el hombre?

Quienes tales cosas hacen, quienes tal obra secundan, ni pueden ser anarquistas, ni pueden ser socialistas, ni pueden ser radicales. Son sencillamente idólatras, cristianos de Ferrer, Torquemadas rojos, almas de fraile dentro de blusas de obreros, salvajes europeos capaces de arrojarse al paso del carro de los dioses para que los aplaste y triture. No hay manera de conciliar estas manifestaciones, más que primitivas, vesánicas, de un fanatismo bestial, con cualquier idea progresiva, mucho menos con el ideal anarquista. Y si hay anarquistas capaces de laborar por este fetichismo de un modo activo o de un modo pasivo, para ellos, más que para los otros, ténganse por dichas las palabras duras y cortantes que más vivamente expresen la indignación del que escribe.

Toda complicidad con esos dos fanatismos por dos personas, así ellas valieran lo imponderable, es imposible para un hombre de ideas, de recio juicio, de pensamiento libre de rutinas y prejuicios.

Y es bien seguro que cuantos se estiman en su propia dignidad, que es como estimarse en su propia libertad, condenarán francamente esa pestilencia de los amuletos, de las estampillas y de las efigies de la religiosidad revolucionaria, diríamos mejor, pseudo-revolucionaria.

Hombres libres por encima de todo, podremos ser tolerantes, somos tolerantes con todas las ideas; jamás nos rendiremos al fanatismo por los hombres, así sean más representativos que los mismos supuestos dioses. No ayudaremos a forjar una nueva cadena aunque sean de oro y de diamantes sus eslabones.

Un cerebro libre, un corazón entero, una conciencia recta, no puede sino abominar de todas esas bajezas idolátricas que degradan, que encanallan a las multitudes.


(“ACCION LBERTARIA”, núm. 9. Gijón, 13 enero 1911.)






PRIMERO DE MAYO


¿No te sientes, obrero, un poco poeta, un poco loco, un poco dichoso? Mira que estamos en el gran día de las flores, de la resurrección de la vida. Mira que estamos en plena renovación, en plena savia, en pleno amor. Todo canta la gloria de Mayo florido.

Tú puedes, como las jovencitas que van a cantar sus virginales anhelos al pie del altar, tú puedes rendir tu culto de entusiasmo, de vigor, de energía, al dios de las victorias. Has vencido, y los cánticos de triunfo no estarían mal en gargantas de energúmenos.

Es también tu día Primero de Mayo. Tienes tu fiesta y tu icono. Diviértete, pero ríe, ríe, bebe, baila, canta: marcha en correcta y nutrida formación hacia el mañana dichoso. Tus héroes delante; delante tus pendones; llega a las puertas de la sinagoga autoritaria, reza tu anual plegaria, y vuelve a cantar, a danzar, a beber, a reír, a perorar, a divertirte. Tienes tu fiesta y tu icono. Es también tu fiesta el Primero de Mayo.

¿Sabes cómo se llama tu ídolo? Santa Rutina Te Ilumine. ¿Sabes lo que festejas y por qué lo festejas? Que la divina imagen de la esclavitud haga en tu cerebro la claridad de todas las verdades. Marcha, marcha como rebaño, como recua, como piara, tras tus pendones y tus héroes. Al final de la jornada, con la voz ronca, los huesos magullados, turbia la mirada, vacilante el pensamiento por el cansancio, acaso encontrarás yerto el hogar, dormidos tus amores, muertas tus esperanzas, fallidas tus locuras. La mísera realidad de tus miserias acaso barra de tu mente las oleadas de demencia y de poesía del florido Mayo. Has cumplido con tu deber de buen ciudadano, de obrero disciplinado, de fervoroso creyente. Y puedes dormir tranquilo.

Por los siglos de los siglos tu culto rutinario será infecundo. Tus procesiones como tantas otras mojigangas befa de las gentes. Un pasatiempo, una curiosidad un anacronismo, y nada más. Los unos dicen, los otros escuchan; aquéllos aplauden, éstos sonríen. Puede el jolgorio continuar. Pasados trescientos sesenta y cinco días repetirán la misma pantomima hecha con igual gravedad y aplomo. Por algo alcanzaste la cumbre de la capacidad política, de la educación cívica, del poder social. La domesticidad es el signo clarividente de la civilización.

¿No ves cómo tiemblan de pavor las adineradas gentes? ¿No ves los sobresaltos de los poderosos? En este día dichoso todo se conmueve: Estado, Propiedad, Iglesia, Milicia, Magistratura. Sólo tú eres sereno, magnífico, estamos por decir, mayestático. Eres el dueño del cotarro.

Haces bien en sentirte, en este día famoso, un poco poeta, un poco loco, un poco feliz. Mañana será tarde. Te espera el taller, la fábrica, el surco; te espera un capataz bárbaro, un burgués soez. ¡Quién sabe si darás con tus molidos huesos en la cárcel! De todos modos aprovéchate: la ilusión de la libertad bien vale una juerga.

Pero. amigo mío, si no sabes más, si no quieres más, si nada más haces y pretendes, resígnate a ser esclavo por los siglos de los siglos, que bien te lo habrás merecido. El Primero de Mayo será tu INRI.


(«ACCIÓN LIBERTARIA», núm. 20. Gijón, 28 abril 1911.)






13 DE OCTUBRE DE 19...


No somos devotos de las efemérides ni adoramos a los hombres, vivos o muertos.

Los sucesos y los hombres pasan; las ideas quedan. Mirar al pasado, vivir de recuerdos, plañir por lo perdido es detenerse en el camino y sumirse en la inacción. Mirar hacia el porvenir y correr sin tregua tras él, es de hombres de acción y de pensamiento, reñidos con el nirvana contemplativo.

Todos los días son buenos para tener presentes los asesinatos y las infamias gubernamentales, los latrocinios y las torturas del capitalismo. Cada minuto que pasa, se marca en el tiempo que corre con un hecho vandálico, con un dolor infinito de la multitud sufriente. Los mártires ignorados son a millones. Las angustias que matan, incontables son. En toda la redondez de la tierra, gime la humanidad en la esclavitud y en la miseria. Estériles parecen los sacrificios. Infructuosas las propagandas. Inútiles las luchas. Millones de hombres arrastran, fatigados, macilentos, la pesada cadena de la existencia. No hay dolor como el suyo. Todo lirismo seria pálido reflejo del sufrimiento universal. Y el corazón, que palpita acelerado, quiere romper las paredes frágiles en que se agita.

Callemos las vibraciones fulgurantes de los más bellos sentimientos. No se nos diga pietistas vencidos a las dulzuras del llanto refrigerante. No se nos crea invadidos del sopor cristiano que anonada y humilla.

Hablemos como hombres de nuestro tiempo, más con la cabeza que con el corazón. El sentimentalismo no ha borrado en siglos el menor rastro del dolor humano. El dolor humano perdura, y acaso se acrecienta y se agiganta. La civilización es la borrachera del dolor. Romper el encanto de los convencionalismos plañideros, triturar las causas que engendran el sufrimiento, aniquilar el mal por todos los medios al alcance del hombre fuerte, requiere esgrima de inteligencia y de energía, hechos y no palabras, ansias y no recuerdos, anatemas y no gemidos. Hay que ahogar la compasión, el amor, la, piedad, hay que ser duros, que diría el filósofo poeta.

¡No hay dolor más grande que ahogar el dolor mismo!

¿Adónde nos conduce la vesania del capitalismo y del gubernamentalismo triunfantes, ensoberbecidos, sanguinarios y bárbaramente crueles?

Una fecha llega; un cobarde asesinato se consuma: la multitud de todas las naciones clama; el tiempo pasa.

¿Remember? ¡No! Cada día cae más de una víctima; caen a millares. Cada día se asesina en masa a la muchedumbre hambrienta. Cada día se encarcela, se deporta, se persigue. Los luchadores por el ideal son acorralados como fieras. ¡Basta!

Miremos hacia el porvenir. Y si atrás volvemos la vista, no olvidemos que en un rincón del mundo hay una losa de piedra, sin una flor sin un recuerdo, y bajo ella una voz de ultratumba que grita: “¡Germinal!” Es la voz a cuyo conjuro cambió la faz de España y tembló el mundo.

Todos los días 13 de octubre de 19... Todos los días soportamos pacientes el sufrimiento, la miseria, la esclavitud.

¡Seamos libres!


(“EL LIBERTARIO”, núm. 10. Gijón. 12 octubre 1912.)






MÁS ALLÁ DEL IDEAL


No pensemos como viejos creyentes

que lloran ante el ídolo que se derrumba.



Creer, luchar, aferrarse al culto muerto; todos los creyentes hacen lo mismo. No importa que el ídolo sea de barro, de bronce o de carne. No importa que ande diluido en la nebulosa mental o en el torbellino de la pasión. Por el ideal, vivo primero, muerto después, se cumple la ley inhumana del sacrificio. Viene del Jehová bíblico, del Cristo evangélico. Dondequiera hay un libro santo que en cualquier lengua pregona la virtud del holocausto. Hay que prosternarse ante algo. Cae de rodillas el místico, rinde su vida el fanático; y, por inversión de términos el revolucionario divaga la locura milagrera de las maravillosas transformaciones.

No les arranquéis su ilusión, su querida ilusión. Se defenderán como leones, os desgarrarán como panteras, rugirán como hienas. No hay animal más fiero que el creyente.

¿Declararse equivocado, enmendar el rumbo, abrirse a la luz de la verdad que brota, de pronto, del arcano? ¡Imposible! Luchando consigo mismo, el hombre del ideal persistirá tercamente en el yerro, se obstinará en la aberración, luchará porfiado contra el torrente que quiere arrastrarlo. La fe, la inquebrantable fe, estará en guardia siempre. Y ya se llame religiosa, ya política, ya filosófica y social, impugnará todas las demasías del pensamiento, encerrándose en su fanático, inconmovible dogmatismo.

Cambian los hombres, las figuras, las representaciones, los cultos; cambian los artificios de lógica, las construcciones mentales: cambian el léxico y la retórica. Una cosa sola permanece inalterable: el mito.

Como viejos creyentes, lloramos ante el ídolo que se derrumba y, si no podemos reconstruirlo, creamos uno nuevo. Es preciso estar siempre de rodillas delante de alguna cosa.

He ahí por qué a través de todas las transformaciones ideológicas el ideal permanece irreductiblemente idéntico a sí mismo. Aun en las mayores alturas, el ariete demoledor no se diferencia gran cosa del cachivache que inciensa a los dioses y encumbra a los señores de la tierra. Son distintos instrumentos de diferentes cultos.

Parece como si se hubiera petrificado en el alma de los hombres el hábito de la adoración; en su cerebro, la idea de lo maravilloso; en su carne y en sus huesos, la funesta tendencia al servilismo.

En vano será que claméis por la independencia del espíritu. Los más libres se agarrarán desesperadamente al clavo ardiendo de su idea hecha.

No podrían vivir sin el amo de órganos articulados o sin el amo de trabazón ideológica. Es menester sentirse dirigido por algo y para algo. Estamos hechos para la esclavitud. El látigo es también un icono.

El batallar de los siglos nos ha traído a tiempos en que el idealismo dogmático va a estrellarse contra las rocas del espíritu libre Más allá del ideal, hay siempre verdad, hay siempre justicia, hay siempre razón. Nadie osaría demostrar que el desenvolvimiento de las ideas tiene barreras infranqueables. El límite es absurdo, es imposible. No pongáis muros al pensamiento. El mismo pensamiento los derribará como a frágil fábrica de cascote. Abrid vuestro entendimiento a los más atrevidos análisis, rendíos a todas las verdades que vayan surgiendo; no os petrifiquéis en el quietismo de una concepción bella, por amplia y grande que os parezca. Conviene tener el espíritu dispuesto a todas las transformaciones. Más allá del ideal hay siempre ideal.

No hablamos sólo para los creyentes incurables del pasado. Hablamos más bien para los creyentes de la revolución, del porvenir dichoso, de la felicidad venidera. Hablamos para los soñadores que, creyendo demoler reconstruyen; que juzgándose revolucionarios, son la persistente dogmática, ciega, de las viejas aberraciones.

En todas partes parece que surgen gentes nuevas, nuevas legiones de bravos luchadores por cosas novísimas. Desconfiad. Traen a cuestas los fanatismos hereditarios. Tal vez avanzan iluminados por el espíritu de secta. Acaso los guía la visión lejana de una nueva edad. Encended, por si acaso, todas las luces. Y vosotros mismos, desnudos ante la multitud para que os vea limpios de idolatrías y de servilismos.

Todo el que se considere al término de su viaje es hombre perdido para la revolución. Perecerá adorando su ídolo o llorando su acabamiento. Será como todos los viejos creyentes.

Más allá del ideal, hay siempre ideal.


(“EL LIBERTARIO”, núm. 22, Gijón 11 enero 1913.)






COSAS MUERTAS


Todos los cultos declinan. A pesar de la propensión humana a postrarse ante algo; a pesar de la fe transmitida de generación en generación durante siglos, se agostan las creencias, vacilan las ideas, fenecen los ritos. Los más antiguos dogmas flaquean en la conciencia humana. La fe está muerta aún para los recalcitrantes.

Si por inclinación hereditaria forjamos nuevos ídolos y nos arrodillamos ente ellos bien pronto el culto decae y, al fin perece.

La neofilia política inventó también sus mojigangas rituales. La neofilia social, sus efemérides, sus santos queridos, su culto místico. La revolución, sus fetiches relampagueantes. Sin luminarias, colorines y trapajos no hay, para el hombre, fe posible ni entusiasmo aceptable.

Pero a la hora presente sólo queda la rutina de todos los cultos. Viven éstos vida lánguida y monótona, vida automática, fiel a la costumbre. Se va a misa de la misma manera que se acude al paseo para dar vueltas a la noria durante un par de horas. Se acude al mitin conmemorativo del mismo modo que se va al cine o al teatro. Se concurre a la ceremonia religiosa, política o social, como quien cumple una función penosa para fastidiarse y aburrirse por hábito. No hay fe, no hay entusiasmo, no hay convicción. Podrían contarse los petrificados en la adoración de las cosas muertas.

Los mismos escritores emborronan sus cuartillas en fechas determinadas por rutina. No habiendo a mano nada nuevo que decir, zurcen unas cuantas vulgaridades para salir del paso. Los oradores repiten los mismos lugares comunes sin arte ni entusiasmo. Y los lectores o los oyentes bostezan atrozmente, hastiados de la ramplonería culterana que no acierta a galvanizar el cadáver de la idolatría.

Por rutina, el 11 de febrero hay todavía mítines y banquetes. Por rutina el 18 de marzo se escriben unos pocos artículos y se pronuncian unos cuantos discursos para recordar a los heroicos comunalistas de París. Por rutina, los periódicos editan números extraordinarios para conmemorar fechas o acontecimientos. Por rutina, los rezagados de todos los ideologismos continúan adorando en sus queridos iconos y en sus gloriosas efemérides. El culto no tiene otros mantenedores que las momias en dos pies de todas las creencias.

La muchedumbre, inteligente o ignara, que camina hacia el porvenir, se aleja poco a poco de esas adoraciones. Los hombres de pensamiento y de corazón, los revolucionarios conscientes de su obra, las repudian y condenan abiertamente. Los sacerdotes de la religión teológica y de la religión filosófica; los sacerdotes del mito político y del mito social se quedan solos. Son como el cura de la novela de Zola diciendo la última misa en la última iglesia.

Inútil esforzarse en apuntalar la torre secular que se viene al suelo. Locura, ponerse delante de la ola de escepticismo general que arrolla y destruye a su paso los cachivaches de la fe. Son cosas muertas en la conciencia humana. No se cree, no se adora, no se idolatra. El pensamiento se yergue poderoso sobre todas las fragilidades de la sensiblería mística, así se escude tras las idealidades renovadoras. La revolución pudo tener, tuvo sus monigotes canonizados, sus fechas santas, su culto y su rito. El entusiasmo neófito la saturaba de misticismos y de idolatrías. La razón madura la quiere iconoclasta, irreverente, escéptica. Y así, en nuestros días, muere no sólo la fe arcaica, sino también la fe novísima de los nuevos idealismos.

Quédese para los fósiles revolucionarios el pueril entretenimiento de los banquetes y de los mítines conmemorativos. Las falanges de la revolución tienen algo mejor que hacer. No están por gastar su tiempo en vestirse de arlequín y ensayar pasos de baile. Es demasiado ruda la revolución proletaria, para distraerse con las filigranas deslumbradoras de un aristocratismo muerto, de puro corte burgués.

La revolución obrera quiere sustancias, cosas vivas; no cosas muertas.


(“EL LIBERTARIO”, núm. 28. Gijón, 22 febrero 1913.)






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