EDUCACION LIBERTARIA


POR LOS BÁRBAROS


Maravíllame el aturdido despertar de una porción de inteligencias jóvenes a las ideas nuevas. Y digo nuevas, sometido un tanto a los serviles modismos de una pobre literatura que se hincha con palabras y se nutre de vaciedades. Nuevas no lo son. Cualquier postura que se tome se acomoda bien a ésta o aquella filosofía del tiempo viejo. Quitad las formas y las influencias de la época, y lo hallaréis todo, mejor o peor definido, en la sabiduría vulgar y en la sabiduría de casta. Cuestiones de método, injerto de ciencia desenvuelta en raquíticos arbustos de especulación naciente, refinamientos de la nerviosidad contemporánea, es cuanto de novedad puede ofrecerse al incauto lector que busca en el libro orientaciones sanas para su cerebro. Lo mismo en el período sociológico, que el político y el teológico, se debate un asunto primordial, un problema único, pero amplísimo, que abarca la existencia individual y la existencia de la humanidad entera: el derecho al desenvolvimiento integral. En cada tiempo, los términos del problema afectan una forma diferente; pero la incógnita permanece irreductiblemente lo mismo. Y es que, procediendo los hombres por tanteos, a la hora actual todavía no se sabe si hemos dado con la ecuación que, ligando por sus verdaderas relaciones los términos verdaderos de la cuestión, nos ha de facilitar el hallazgo inmediato del valor real de la incógnita.

La anulación del individuo se llama un día fe, después ciudadanía; el trabajo se organiza un tiempo en la esclavitud, en la servidumbre luego, en el asalariado finalmente. Y el nacer de las teorías redentoras implica siempre las mismas pretensiones; ya se llame libre examen, ya igualdad ante la ley o bien emancipación del esclavo y supresión de la servidumbre, para venir a parar, como último término, en la libertad total de manifestación y de acción y en la igualdad económica y social. En suma: grados diferentes de una misma aspiración que se resume en lo que hemos llamado el derecho de desenvolvimiento Integral de la personalidad como productor y como hombre.

En nuestros días, cuando el pensamiento ha formulado los mayores atrevimientos, hallada, según creemos, la ecuación definitiva del problema, las inteligencias se han lanzado resueltamente por el sendero de las sorpresas intelectuales. Empiezan las singularidades, las posturas airosas, los gestos bellos, y en la infecundidad de un diletantismo personalísimo, se consuma la obra extraordinaria del levantamiento de una Babel a la mayor gloria de los egoísmos individuales. En el despertar de la juventud sólo hay por el momento una cosa buena, noble, pura: la bondad del propósito. Pero a partir de esta bondad, cada uno mira para sí mismo y con mayor intensidad hacia el exterior de oropeles y plumajes que hacia dentro, donde radica el entero y positivo valor de la personalidad. La multitud queda sacrificada cuando no sumida en el desprecio olímpico de los escogidos: puesta en cruz antes, puesta en cruz ahora, puesta en cruz siempre.

Así como tuvo Proudhón y tuvo Marx sus satélites, así como los astros brillantes de la escuela filosófica alemana hicieron su obra de proselitismo y dividieron las inteligencias en tantas cuantas legiones requerían sus distingos sutiles; así tambIén nuestra juventud, nuestros apóstoles, nuestros novísimos precursores se han dividido hasta lo infinito, sumidos en la beatitud contemplativa de unas cuantas tesis hermosas, chocantes a veces, a veces crueles y antihumanas. Marx y Bakunin, Stirner y Nietzsche, Spencer y Guyau, todos los que han¡ puesto en la labor especulativa un poco de arte o un poco de ciencia, todos los que han dado una nota vibrante, tienen a su devoción entusiastas partidarios cuya visualidad es apta solamente a través de un cristal único de coloración invariable.

Y allá van los preconizadores, jóvenes y viejos, atropelladamente tras un mundo nuevo, una sociedad libre, mientras su mentalidad se extravía en el angosto cauce del dogma y de la secta, mientras su neurótica afectividad se diluye en una egoística moralidad infecunda, muerta. No hay liberación allí donde el exclusivismo de una tesis seca las fuentes de la verdad amplia, grande y generosa. No hay liberación allí donde sólo repercute armoniosamente un ritmo único. No hay liberación ni mental ni moral. Hay reproducción, bajo nuevas formas, de las viejas preocupaciones y de las viejas inmoralidades.

La propaganda marcha así envuelta en todo género de errores y particularismos. Quien sólo para mientes en las necesidades materiales; quien canta monótonamente las excelencias de una vida que hasta ahora no merece la pena de ser vivida; quien se enajena en la contemplación arrobadora de la belleza harto lejana en medio de las miserias y de los horrores del momento; quien se encarama a las alturas de la superhombría y mira con desdén olímpico la pequeñez de los microbios, que trabajan como lobos y sudan sangre para que todo esto que vivimos no se derrumbe; quien, en fin, después de recorrer toda la escala del humanismo sentimental, va a encenagarse en la charca del más bestial egoísmo elevado a la categoría de suprema ley de los hombres.

Entretanto, los supervivientes de la esclavitud y la servidumbre, los mismos jornaleros del surco, del taller y de la fábrica, la masa ignorante y grosera que dicen algunos, allá se debate y revuelve rabiosa contra todas las fatalidades ambientes que la aniquilan. Sojuzgados, sometidos, materialmente anulados como hombres por falta de lo que gozan hasta las bestias, ¿qué gran obra no es la de los obreros que sin sutilezas filosóficas o artísticas está transformando el mundo en el fragor de las luchas contemporáneas?

La chispa, la luz, estará allí en la mentalidad de los precursores; la acción está aquí en el impulso irresistible de los bárbaros.

¿Hay dualismo? Si existe búsquese su origen en la sequedad y el particularismo de los intelectuales, palabreja inventada en mal hora para acusar la existencia de una casta más, cuando es preciso que no quede sobre toda la tierra ni un solo muro, ni un solo vaIladar, ni una divisoria, ni un amojonamiento.

Preconizamos una sociedad nueva a nombre de ideales amplísimos de emancipación integral. ¿Nos hemos emancipado nosotros mismos moral e intelectualmente? Mostramos a cada paso nuestros exclusivismos hasta el punto de que mientras abajo -permítaseme este lenguaje clásico de los tiempos heroicos de la sensiblería democrática y socialista- que mientras abajo, digo, se bate el cobre todos los días, arriba, entre los que alardean, quedamente o en alta voz, de una superioridad harto dudosa, se bate... la tontuna teorizante, se hace alarde de fatuidades intelectuales necias y se libra la batalla de los mezquinos personalismos y de los rencorcillos mal encubiertos.

Se me dirá que entre la multitud grosera e ignorante, que así entre los campesinos extenuados por un trabajo aplastante, como entre los obreros industriales embrutecidos por la fábrica, cuando no por la taberna, también la pasión hace estragos y el raquitismo de miras y la envidia y el encono esterilizan la fuerza necesaria a la emancipación personal y a la emancipación colectiva. Mas cuando esa fuerza es sacudida por cualquier circunstancia, la legión de esclavos se sobrepone a todas las minucias; y entonces es menester entonar himnos a la bravura, al espíritu grande de solidaridad, a los arrestos heroicos de los bárbaros. Hablad de aquel mágico erguirse del proletariado barcelonés, hablad del obrero de La Coruña, de Badajoz, de La Línea, de Sevilla y de tantas ciudades que hicieron en pocas horas por el advenimiento de la revolución más que las innumerables y largas tiradas de artículos y de discursos de los intelectuales. Salid de España: Holanda, Italia, Norte América, la República Argentina, ¿no han presentado en línea de batalla enormes masas conscientes de trabajadores solidarios en la más amplia y generosa labor humana?

Es menester aniquilar el prurito teorizante, dar garrote vil a todos los exclusivismos: al dogma, al espíritu sectario. ¿Autoliberación se ha dicho? Pues es preciso desembarazarse de los prejuicios de escuela, de los errores de método, de los vicios de estudio. Todo es verdad fuera de cualquier particularismo doctrinal. Exáltese cuanto se quiera la personalidad, que contra el encogimiento cobarde del individuo sometido a todas las brutalidades de la fuerza que le anula, grande, formidable es necesario que sea la reacción provocada. Cántese con fuerte y vigorosa voz la vida, la vida digna de ser vivida, que contra el moribundo aliento de una humanidad sojuzgada, famélica y enferma, enérgica, decisiva ha de ser la pócima que le retorne a las esplendideces de la existencia sana, alegre y satisfecha. Ríndase a la belleza, el arte, el tributo de los más puros entusiasmos, que contra la fealdad espantosa de una sociedad que se arrastra en todas las pestilencias y suciedades de la bestialidad, ha de ser necesariamente poderoso el reactivo. Llevemos tan allá como quepa en los espacios de nuestra mentalidad la supremacía del hombre, su propio yo como eje de toda la existencia; que habituados a la vida servil, somos incapaces de comprender que todo se deriva de nosotros mismos y que el más hermoso ideal de todos los ideales es aquel que formulamos al afirmar que la labor de los siglos y de las generaciones no es para el hombre más que uno: el de superarse a sí mismo. Vayamos tras el hombre nuevo, trepemos animosos por los abruptos riscos; que la fe, sin embargo, no nos ciegue hasta el punto de olvidar que no hay un término para el desenvolvimiento humano; que el ideal se aleja tanto más cuanto más a él nos aproximamos; que la cima, en fin, es inaccesible. Pero abramos de par en par las puertas de nuestro entendimiento, reuniendo en una amplia síntesis el contenido de la aspiración suprema, de la cual no son más que elementos componentes todas esas parciales doctrinas que parecen dividir a las falanges que preconizan una sociedad libre. El desarrollo integral de la personalidad, el anarquismo sin prejuicios, sin particularismos, tal es la expresión genérica, universal, positiva de tantas y tantas al parecer divergentes tesis de nuestros jóvenes, de nuestros precursores y de nuestros propagandistas.

Cuando esto se haya hecho habrá comenzado la autoliberación, cuya necesidad viene impuesta por el desarrollo de las ideas y las exigencias de la lucha. Pero no habrá hecho más que comenzar. Faltará todavía que nadie se encierre en su torre de marfil, que nadie pretenda quedarse en las cumbres del saber, engreído que se desvanece con los zahumerios de su propia soberbia. Antes que seres pensantes, antes que artistas, somos animales de carne y hueso que necesitamos nutrirnos, llenar el estómago, cumplir todas las funciones fisiológicas, acallar la bestia para que el hombre surja. Es menester mirar a las multitudes que mal comen y mal visten, que lo ignoran todo porque de todo carecen, que arrastran una existencia más miserable que la de los brutos; y mirarlas, no por caridad ni por humanidad sino porque tienen el mismísimo derecho, a su total desenvolvimiento que el más pulcro, el más sabio, el más esteta de los intelectuales, de los escogidos; porque la emancipación, para ser real y efectiva, ha de ser universal, que en medio de un rebaño de hombres nadie podría gloriarse de gozar libertad, bienestar y paz.

Si no hubiere íntima comprensión entre todos los que de un modo o de otro sufren las consecuencias de los anacronismos sociales; si se hiciere de los ideales modernos regalo exquisito de los entendimientos superiores y se dejara a la masa ignorante - que no lo es más que en los términos de una petulancia sabia inaguantable -; si se dejara a los bárbaros abandonados a su estultez y a su miseria, ni la emancipación llegaría jamás para los humanos, ni sería, en último término, para los que la fían a su propio esfuerzo y a su propio valer, más que un espejismo que al cabo, les llevaría a la negación y a la degradación de sí mismos.

Por los bárbaros
ha de ser el lema de los preconizadores de una sociedad nueva. Pan, mucho pan para los estómagos vacíos; abrigo confortable y abundante para los ateridos de frío, para los desnudos; vivienda amplia, bien oreada, con mucha luz y alegría para los que se acurrucan en sombríos tugurios; y venga luego, o mejor al propio tiempo, ciencia, mucha ciencia; arte, mucho arte; venga la vida gozada intensamente en todas sus modalidades; venga la obra personalísima de trepar por los abruptos riscos; venga el caminar sin tregua tras el más allá jamás logrado. Cada uno de nosotros no vale más que su vecino por mísero que sea. No vale una buena pluma, una bella palabra más que un golpe de martillo que forja el hierro, que labra la piedra, que abre la mina; no vale más que la cuerda por donde el pocero se descuelga para limpiar las basuras comunes. No debería ser menester que tal se dijera a las alturas sociológicas a que hemos llegado y de que muchos se envanecen; pero lo es, sin duda ninguna, porque todavía estamos en las mantillas de una liberación muy voceada, pero incumplida.

Es necesaria esta liberación para todos los preconizadores de una sociedad libre. No hagamos, por ello, capillas; no levantemos muros divisorios. La anarquía es la aspiración a la integralidad de todos los desenvolvimientos. Trabajemos, pues, en bloque por la emancipación de todos los hombres, emancipación económica, emancipación intelectual, emancipación artística y moral.

La pobre presunción de un puñado de hombres que haya podido concebir con alguna amplitud este porvenir hermoso y grande, humanamente justo, vale bien poco. Son los bárbaros los que empujan vigorosamente, los que van derechos al mañana entrevisto, los que con su acción decidida, muy grosera, pero muy eficaz, despiertan las soñolientas imaginaciones de nuestros jóvenes y de nuestros precursores. Son los bárbaros que golpean furiosamente nuestra mentalidad y nuestra efectividad, sumergida todavía en los atavismos filosóficos y dogmáticos; que golpean con igual furia a las puertas de la fortaleza capitalista y autoritaria.
¿Odios? ¿Palabras gruesas? ¿Adjetivos duros prodigados en demasía? ¿Para qué?
Lo que hace falta son ideas, ideas e ideas; acción, acción y acción. Y después, que los superhombres, los escogidos, los talentosos, tengan todavía el arranque, que pudiera juzgarse sacrificio, de repetir conmigo: Todo por los bárbaros.

(“LA REVISTA BLANCA”, núm. 124. Madrid 15 agosto 1903)






IDEALISMOS CULPABLES


Es digno de estudio el espíritu popular durante los grandes trastornos políticos y sociales. Ya sea por infantiles atavismos, ya derivado de predicaciones demasiado idealistas, las rebeldías del pueblo suelen ir acompañadas de actos que, si ponen de manifiesto la inagotable bondad del corazón humano, muestran también cuanta parte tiene, en la ineficacia de las revoluciones la candidez general.

Por harto conocido, holgaría citar el hecho singular de que las insurrecciones democráticas alzasen el famoso «pena de muerte al ladrón», mientras consentían que los grandes ladrones esperasen agazapados en sus palacios a que la tormenta revolucionaria amainase. Pero no se considerará así si se tiene en cuenta que el espíritu neto de tal conducta vive todavía en el pueblo y además se ha reafirmado, un tanto modificado, en el terreno de las contiendas sociales.

En todos los sucesos contemporáneos de alguna resonancia se ha visto como el buen pueblo continuaba aferrado al castigo del hambriento ladrón de un panecillo y al respeto a la propiedad sacrosanta del ladrón legal, enriquecido con el trabajo ajeno; se ha visto como el buen Juan se detiene siempre ante las grandes mentiras en que descansa el caserón vetusto del privilegio social. La voz de la reacción es poderosa todavía. Ella grita al pueblo moderación, respeto, templanza; condena todos los radicalismos y pide resignación y prudencia para ir elaborando lentamente un porvenir muy poco mejor que el presente detestable. Los maestros de la charlatanería política y social conocen y manejan bien los resortes de la sencillez popular. Hablan elocuentemente a los atavismos heroicos que hacen del pobre el perro guardián del rico; despiertan los convencionalismos rancios de la honradez servil, de la lealtad humillante, y cuando la rebeldía popular estalla, la historia magnánima consigna la santa virtud revolucionaria que guarda los bancos, las grandes propiedades, los personajes del rebaño y fusila al miserable que cree llegada la hora de comer y abrigarse. ¡Y qué cosa tan sencilla escapa a la penetración popular! En mil formas se ha dicho y nunca será bastante repetirlo; aquel famoso letrero de las barricadas republicanas estaría muy en su lugar si los revolucionarios empezaran por colgar de un farol, como suele decirse, a todos los detentadores del trabajo ajeno, políticos, propietarios, etc.

El resultado de la educación recibida por el pueblo no puede ser si no el que queda indicado. Los idealismos quijotescos de la democracia conducen forzosamente al afianzamiento de todos los anacronismos. Son idealismos culpables que tornan ineficaz la acción revolucionaria.

En nuestros tiempos de huelgas y alborotos obreros, ¿qué otra cosa se ve? Los trabajadores saben salir a la calle, poner su pecho indefenso a las balas; lo mismo que antes, son héroes de barricada con todos los debidos respetos a la santa propiedad, a la autoridad y a las personas. Los mismos idealismos culpables siguen inspirando la conducta de las masas.

¿Y por qué los obreros que luchan por una mejora o un ideal económico se entretienen en reñir absurdas batallas con la fuerza armada? Allá están el burgués admirado que los explota, el político que los engaña y explota, el cura que los envenena, engaña y explota; allá están el opulento palacio que insulta la miseria de sus pocilgas, la fortaleza-fábrica donde dejaron gota a gota su sangre; allá está el usurero que les alivió una hora de trabajo doméstico, por la última camisa o por la última blusa.
A veces van los obreros a la puerta de la fábrica; ¿a qué? A vengar la traición de otros compañeros de hambre. El burgués tan tranquilo en su confortable vivienda. ¡Pena de muerte al esquirol! Y paz y respeto y consideración para el detentador del trabajo común, para el que explota, para el que envenena, para el que engaña, para el que roba.

El fenómeno social no hizo más que cambiar de forma: los idealismos culpables continúan haciendo del buen Juan héroe legendario de la tonta honradez, de la necia lealtad que le convierte en perro guardián del amo que le azota, que le esquilma, que le mata.

Un hecho singular sobre el que es menester fijar bien la atención, es aquel que nos revela como todos los levantamientos populares dejan en paz al feroz usurero que trafica, en el último escalón de la miseria, con los últimos restos de la pobreza. ¿Es acaso el recuerdo del hambre mitigada momentáneamente que convierte al repugnante prestamista en alma magnánima y generosa y paraliza la acción revolucionaria del pueblo?

No, seguramente; es que el pueblo, ahora como antes, todavía no sabe más que pelear, sacrificar su vida, poner su pecho a las balas, sin que se dé bien cuenta de por qué ni para qué. Su acción es aún instintiva y va impulsada por los atavismos de barricada y de motín, por la influencia de los idealismos culpables que le convierten en héroe inconsciente de ignoradas causas. Su acción reflexiva apunta apenas en las contiendas contemporáneas. El espíritu popular empieza ahora a transformarse.

¡Difícil empresa operar el cambio sin menoscabo de la bondad tradicional y con la pérdida de la candidez idealística y quijotesca!

Porque es preciso que la violencia actual y el furor creciente del combate por el porvenir no nos lleve a la crueldad y a la ferocidad. Vamos hacia un mundo de justicia y de amor. ¿Llegaremos allá por la venganza y el odio? Fuerza es luchar con los hombres y no con fantasmas, no con las cosas que ellos representan.

Pero en este combate por lo mejor, la muerte no puede ser un objetivo, ni siquiera un medio, sino un accidente fatal, fruto de circunstancias momentáneas. Comprendemos el odio, la venganza, el rencor, la injusticia y la violencia como estados pasajeros inevitables traídos por las concomitancias de la contienda; no los comprendemos como predicación que cifra en tan deleznables fundamentos el éxito de una aspiración levantada.

La acción reflexiva, privada de los elementos atávicos idealísticos, será aquella que teniendo por mira una aspiración de justicia, comience por aplicarla, antes que a las pequeñas, a las grandes causas de la desigualdad social. La conducta mejor será la que nos conduzca más directamente y con menos sacrificio de la existencia humana a la realización del porvenir.

Claro que nunca podrá ser la acción revolucionaria un problema de cálculo frío y sin entrañas. La pasión entrará siempre como factor poderoso en la conducta de los hombres. Y lucha sin apasionamientos, sin vehemencias, no se comprende. Pero la pasión toma los carriles trazados de antemano por la educación, por el hábito, por la propaganda, etc. Y así, cuando la masa popular haya roto con los convencionalismos motinescos y ridículamente heroicos, tomará el camino de la acción reflexiva que le conduzca al porvenir según la línea de menor resistencia, es decir, con menos sacrificio de vida humana y más provecho para todos los hombres.

La ineficacia de las revoluciones que tanta sangre y existencias han costado al pueblo, es buen ejemplo de la culpabilidad de ciertos idealismos.

Sacudamos la herencia funesta y haremos más y mejor por el porvenir ambicionado.


(“NATURA”, núm. 20. Barcelona, 15 de julio 1904.)






REVOLUCIONARIOS, SÍ;
VOCEROS DE LA REVOLUCIÓN, NO


En tiempos, no muy lejanos, era uso y costumbre entre los militantes del socialismo, del anarquismo y del sindicalismo apelar a la Revolución Social para todos los menesteres de la propaganda, de la oratoria y hasta de la correspondencia privada. El abuso llegó a tal extremo, que la locución pasó a mejor vida completamente desgastada y sin provocar la más ligera protesta.

Este cambio en las costumbres no fue meramente de fórmula, como pudieran imaginarse los poco versados en el movimiento social contemporáneo.

Más o menos, todos creíamos, a puño cerrado, que la Social estaba a la vuelta de cualquier esquina y que el día menos pensado íbamos a encontrarnos en pleno reinado de la anhelada igualdad. Andando el tiempo, la imaginación hizo plaza a la reflexión, el corazón cedió la preeminencia al entendimiento y fuímonos dando cuenta de que por delante de nosotros había un largo camino que recorrer, camino de cultura y de experimentación, camino de lucha y de resistencia, camino indispensable de preparación para el porvenir.

Y todos nos pusimos a estudiar y todos, estudiando, aprendimos a luchar, a propagar, hasta a hablar con maneras nuevas que correspondían a maduras reflexiones. El cambio en el uso de las locuciones que parecían insustituibles, respondió al cambio de las ideas y los sentimientos que, al precisarse, se hicieron más exactas y más conformes a la realidad.

Tal novedad, no lo es si se tiene en cuenta la exhuberancia de la vida en los primeros años. No hay juventud sin bellos ensueños, sin arrebatos de pasión, sin irreprimibles entusiasmos.

Es claro que, no por esto, los que hemos sido revolucionarios hemos dejado de serlo. Más que en los hechos en las palabras, la táctica revolucionaria persiste y gana aún a los que andan reacios en poner de acuerdo la conducta con las ideas. Nadie cree que la revolución sea cosa de inmediata factura, pero se labora cada vez más conscientemente por acelerar todo lo posible el advenimiento de la sociedad nueva. Y en este derrotero, las palabras son lo de menos; a veces son un estorbo, o una necedad, o una preocupación.

Hacer conciencias; dar luz, mucha luz a los cerebros; poner a compás hechos y principios; realizar, cuanto más mejor, aquella parte esencial de las ideas que nos distingue de los acaparadores de la vida; combatir sin tregua y firmemente todas las fuerzas retardatrices del progreso humano, es tráfago revolucionario de los tiempos modernos, bien saturados de ideales y de aspiraciones novísimos.

En nuestros días, las multitudes proletarias actúan precisamente en este sentido. Aun cuando no estén unánimemente penetradas del ideal, como el ideal está en el ambiente y el espíritu revolucionario las ha penetrado por completo, ellas obran conscientes de su misión renovadora y van en derechura a emanciparse de todos los ataderos que las sujetan a inicua servidumbre.

¿Qué importa que la palabra revolución no esté en sus labios, si la revolución está en sus pensamientos y en sus hechos?

La certidumbre del revolucionarismo proletario, bien nos compensa de aquel extinguido uso de palabras altisonantes que no dejaban tras sí rastro de provecho.

Mas como en achaques sociales se dan las mismas leyes que en toda suerte de mudanzas humanas, no se extinguió la ingenuidad revolucionaria de los primeros tiempos sin dejar, como recuerdo, la mueca de la juventud pasada. Nos quedan los voceros de la revolución, los anacrónicos gritadores de oficio, los que se entusiasman y embelesan con lo grotesco, con lo vulgar y necio de las palabras y están ayunos del contenido ideal de las expresiones. Es fruto natural de la incultura sociológica o del incompleto conocimiento de los principios revolucionarios. Con el mejor deseo, con la mayor naturalidad, sanos de corazón y de pensamiento, algunos, no sabemos si pocos o muchos, no tienen de la revolución y del futuro otra idea que la violencia, las palabras fuertes, los gritos selváticos, los gestos brutales. Antójaseles que el resto es cosa de burgueses, de afeminados, o cuando más de revolucionarios tibios, prontos a pasarse al enemigo. Para merecer el título de revolucionario es menester gritar mucho, bullir mucho, manotear y gesticular como poseídos. No discutáis un hecho por bestial que sea, por cruel, por antihumano que os parezca. Al punto os tacharán de reaccionario.

Hay en las filas revolucionarias, con distintas etiquetas, bastantes cultivadores de la barbarie. No se es revolucionario si no se es bárbaro. Todavía hay muchos que piensan que el problema de la emancipación se resuelve muy sencillamente con la poda y corta de las ramas podridas del árbol social.

No decimos nosotros que no sea necesaria; la fuerza, que no sea fatalmente necesario podar y cortar y sajar; no decimos nosotros que el revolucionarismo consista en abrir las ostras por la persuasión; pero de esto a resumir en una feroz expresión de la brutalidad humana la lucha por un ideal de justicia para todos, de libertad y de igualdad para todos, hay un abismo en el que no queremos caer.

No voceros de la revolución sino conscientes de la obra revolucionaria, tan larga o corta como haya de ser, necesita la humana empresa de emancipación total en que andamos metidos los militantes por los ideales del porvenir.

Sin importarnos un ardite de los gritadores profesionales, apesadumbrados con los inconscientes gritadores que lealmente, sinceramente, creen servir a la revolución a voces y a manotazos, nosotros afirmamos en nuestras convicciones de siempre, diciendo a todos:

«Revolucionarios, sí; voceros de la revolución, no.»


(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 14. Gijón, 17 de marzo 1911)






LA GRAN MENTIRA


Es viejo cuento. Con el señuelo de la revolución, con el higuí de la libertad, se ha embobado siempre a las gentes. La enhiesta cucaña se ha hecho sólo para los hábiles trepadores. Abajo quedan boquiabiertos los papanatas que fiaron en cantos de sirena.

El hecho no es únicamente imputable a los encasillados aquí o allá. Las formas de engaño son tan varias como varios los programas y las promesas. Arriba, en medio y abajo se dan igualmente cucos que saben encaramarse sobre los lomos de la simplicidad popular.

La promesa democrática, la promesa social, todo sirve para mantener en pie la torre blindada de la explotación de las multitudes. Y sirve naturalmente para acaudillar masas, para gobernar rebaños y esquilmarlos libremente. Aun cuando se intenta redimirnos del espíritu gregario, aun cuando se procura que cada cual se haga su propia personalidad y se redima por sí mismo, nos estrellamos contra los hábitos adquiridos, contra los sedimentos poderosos de la educación y contra la ignorancia forzosa de los más. Los mismos propagandistas de la real independencia del individuo, si no son bastante fuertes para sacudir todo homenaje y toda sumisión, suelen verse alzados sobre las espaldas de los que no comprenden la vida sin cucañas y sin premios. Que quieran que no, han de trepar; y a poco que les ciegue la vanidad o la ambición, se verán como por ensalmo llevados a las más altas cumbres de la superioridad negada. Es fenómeno harto humano para que por nadie pueda ser puesto en duda.
La gran mentira alienta y sostiene este miserable estado de cosas. La gran mentira alienta y apuntala fuertemente este ruin e infame andamiaje social que constituye el gobierno y la explotación, el gobierno y la explotación organizados, y también aquella explotación y aquel gobierno que se ejercen en la vida ordinaria por todo género de entidades sociales, económicas y políticas.

Y la gran mentira es una promesa de libertad repetida en todos los tonos y cantada por todos los revolucionarios; libertad reglada, tasada, medida, ancha o estrechamente, según las anchas o estrechas miras de sus panegiristas. Es la mentira universal sostenida y fomentada por la fe de los ingenuos, por la creencia de los sencillos, por la bondad de los nobles y sinceros tanto como por la incredulidad y la cuquería de los que dirigen, de los que capitanean, de los que esquilman el rebaño humano.

En esa gran mentira entramos todos y sálvese el que pueda. Las cosas derivan siempre en el sentido de la corriente. Vamos todos por ella más o menos arrastrados, porque la mentira es cosa sustancial en nuestro propio organismo: la hemos mamado, la hemos engordado, la hemos acariciado desde la cuna y la acariciaremos hasta la tumba. Revolverse contra la herencia es posible, y más que posible, necesario e indispensable. Sacudirse la pesadumbre del andamiaje que nos estruja, no es fácil, pero tampoco imposible. La evolución, el progreso humano, se cumplen en virtud de estas rebeldías de la conciencia, del entendimiento y de la voluntad.

Mas es menester que no nos hagamos la ilusión de la rebeldía, que no disfracemos la mentira con otra mentira. Somos a millares los que nos imaginamos libres y no hacemos sino obedecer una buena consigna. Cuando el mandato no viene de fuera, viene de dentro. Un prejuicio, una fe, una preferencia nos somete al escritor estimado, al periódico querido, al libro que más nos agrada. Obedecemos sin que se quiera nuestra obediencia y, a poco andar, conseguiremos que nos mande quien ni soñado había en ello. ¡Qué no será cuando el propagandista, el escritor, el orador lleven allá dentro de su alma un poco de ambición y un poco de domadores de multitudes! La mentira, grande ya, se acrece y lo allana todo. No hay espacio libre para la verdad pura y simple, sencilla, diáfana de la propia independencia por la conciencia y por la ciencia propias.

Llamarnos demócratas, socialistas, anarquistas, lo que sea, y ser interiormente esclavos, es cosa corriente y moliente en que pocos ponen reparos. Para casi todo el mundo lo principal es una palabra vibrante, una idea bien perfilada, un programa bien adobado. Y la mentira sigue y sigue laborando sin tregua. El engaño es común, es hasta impersonal, como si fuera de él no pudiéramos coexistir.

Revolverse, pues, contra la gran mentira, sacudirse el enorme peso de la herencia de embustes que nos seducen con el señuelo de la revolución y de la libertad, valdrá tanto como autoemanciparse interiormente por el conocimiento y por la experiencia, comenzando a marchar sin andaderas. Cada uno ha de hacer su propia obra, ha de acometer su propia redención.

Utopía, se gritará. Bueno; lo que se quiera; pero a condición de reconocer entonces que la vida es imposible sin amos tangibles o intangibles, seres vivientes o entidades metafísicas; que la existencia no tendría realidad fuera de la gran mentira de todos los tiempos.

Contra los hábitos de la subordinación nada podrán en tal caso las más ardientes predicaciones. Triunfantes, habrán destruido las formas externas, no la esencia de la esclavitud. Y la historia se repetirá hasta la consumación de los siglos.
La utopía no quiere más rebaños. Frente a la servidumbre voluntaria no hay otro ariete que la extrema exaltación de la personalidad.

Seamos con todo y con todos respetuosos - el mutuo respeto es condición esencial de la libertad -, pero seamos nosotros mismos. Antes bien hay que ser realmente libres que proclamárselo. Soñamos en superarnos y aún no hemos sabido libertarnos. Es también una secuela de la gran mentira.

(“ACCION LIBERTARIA”. núm. 25. Gijón 30 de junio 1911.)






CENTRALISMO AVASALLADOR


En vano se alzan voces poderosas contra la creciente centralización en vida pública. Inútilmente se declama contra la absorción de las energías y de las actividades en los centros de mayor intensificación vital. Poco o nada importa que el espíritu federalista aliente vigoroso tanto en los partidos más avanzados como en los más retrógrados. El centralismo prosigue su obra avasalladora.

Madrid, el Madrid oficial, lo es todo. En política, en literatura, en artes, en ciencias, no hay más que Madrid. La vida entera de España se refunde, se concentra allí, y no hay modo, al parecer, de evitarlo. Todos los esfuerzos de las capitalidades subalternas por sustraerse a la dominación, al influjo todopoderoso de la capital de la Monarquía, sus políticos, sus literatos, sus periodistas, sus pintores, sus poetas, a Madrid han de someterse si quieren salvar las fronteras del provincialismo.

La centralización es la médula de la superestructura social moderna. La gran industria, el gran comercio, el acaparamiento de la riqueza, la organización toda de la vida política, jurídica y económica, tiene por condición el centralismo de las funciones. Sin ese monstruo pletórico de la savia de todos sus órganos esenciales, la superestructura se vendría al suelo con estrépito, y adiós orden público, mecanismo legislativo, disciplina social, feudalismo capitalista, jerarquía militar, jurídica y teocrática, todo lo que es artificio impuesto a la Naturaleza, en que parece no vivimos hace ya largo tiempo.

Todo principio ha de desenvolverse hasta sus últimas consecuencias. Podrá vacilar en teoría; una vez llevado a la práctica, va hasta el fin, quiérase o no.

La centralización tomará todos los nombres posibles: absoluta, parlamentaria, constitucional, monárquica, republicana, socialista. Esta es su última etapa. Por de pronto el socialismo se parapeta tras la palabra intervención; a poco tardar se hará francamente socialismo de Estado, socialismo centralista, socialismo de capitalidad.

Los mismos partidos que protestan de la centralización, por la centralización laboran. Ellos hacen la misma cosa que el Estado. Son pequeños estados de estructura semejantes a la estructura política. Toda la vida del partido fluye a la cabeza, jefatura, consejo, lo que fuere. De arriba procede todo, aunque parezca y aunque debiera ser lo contrario. La taumaturgia centralista tiene el poder de nutrirse de la savia de los componentes y devolver a éstos, como cosa propia, lo que de ellos ha recibido. El gran creador está allí en lo alto; en lo alto el gran dispensador. Y cuanto devuelve, lo devuelve falsificado, con la ponzoña de todo lo que se acumula y se estanca y se descompone. Se le manda sangre rica, roja, pura, y devuelve postemas repletas de pus. El tamiz de la centralización sólo deja pasar detritus.

En el mismo movimiento proletario, los tentáculos del centralismo deprimen la vida de los centros subalternos. Los grandes focos de industria ejercen la capitalidad y la hegemonía. El periódico central, la junta central, el grupo central, lo son todo. Los modestos periódicos de provincias, los comités, las agrupaciones de pueblo apenas sirven para otra cosa que para reflejar y obedecer los mandatos de arriba. Hacia el centro van las cuotas, los votos, los donativos. Y si algo vuelve, ¡qué mermado!

Pocas son las fuerzas realmente opuestas a tan funesta tendencia. Y son pocas porque la rutina, el hábito adquirido, la herencia de siglos de subordinación, son más poderosas que las predicaciones y las rebeldías. Aun queriendo descentralizar, se va ciegamente, inconscientemente hacia el centralismo avasallador. Brilla arriba con destellos deslumbradores un trozo de cristal; fulgura abajo con luz mortecina el más esplendoroso diamante. La distancia acrece las cosas y el charlatán es tenido por oráculo, el bravucón por héroe, el vivo por sabio, el farsante por mártir. La transmutación de todos los valores es el eje sobre el que gira el centralismo.

No importa que nos digamos resueltamente rebeldes a la absorción del grupo o del individuo. La pesadumbre de nuestros prejuicios nos lleva a la inconsciente sumisión. ¡Somos tan perezosos para el ejercicio de la libertad!

La lucha es dura y es larga. Luchemos. Es menester que vivamos de nosotros mismos, que cada uno encuentre en sí mismo la razón de su vida, de su fuerza, de su acción. Las ideas iluminan; los hechos emancipan. Reconozcámonos en plena servidumbre real e intelectual y comenzaremos a saber cómo nos haremos libres intelectual y realmente. Cada uno sabiendo y queriendo su propio yo. Otra vez: las ideas iluminan; los hechos emancipan. Con todas las ideas del mundo, si no sabemos actuarlas, seremos siervos, esclavos, cosas a merced del listo, del vivo, del charlatán, del farsante.

Hacerse autónomo, gobernarse a sí mismo, de hecho valdrá más que las mejores predicaciones y propagandas. Es así cómo el centralismo será barrido de entre nosotros.

Allá en los dominios de la política, del industrialismo, del comercio, de la vida corriente y moliente, no se puede entender esto más que a medias a lo sumo. Allá se puede ser autonomista sin querer las condiciones indispensables de la autonomía. Nosotros, no. El proletariado mira a la emancipación real y sabe que la centralización, aunque sea socialista y obrera, es régimen de servidumbre, de superestructura, de cosa sobrepuesta a la naturaleza. Y porque lo sabe es radicalmente anarquista, píenselo o no. Pero es necesario pensarlo y serlo, tener conciencia del ideal y ciencia (conocimiento) para practicarlo. En la inconsciencia de las cosas, más fácil es ser dirigido que dirigirse; más fácilmente gobernado que gobernarse. Que cada uno delibere y obre en consecuencia. Sin deliberación se es autómata. Ni aun la fe en el ideal es suficiente. La ceguera intelectual no puede servir de guía a nadie. Quien voluntariamente cierra los ojos, voluntariamente se declara irredento. Abramos bien los ojos y seamos nosotros mismos. La vida verdadera no está en el conjunto; está en los componentes.

Cuando cada uno sepa ser su dios, su rey, su todo, será el momento de la conciliación humana. La solidaridad será una resultante, al contrario de la centralización, que es forzamiento.

Laboremos por la anarquía consciente, que es al mismo tiempo libertad y solidaridad.


(“ACCIÓN LIBERTARIA”, núm. 26. Gijón, 7 de junio 1911.)






RESABIOS AUTORITARIOS


Pugna con la idea de libre análisis y de libre acuerdo toda fórmula a priori, ya se trate de procesos de lógica, ya de procedimientos de organización.
Cuando adjetivamos nuestra aspiración libertaria queda establecido de antemano lo que queríamos, no sólo hacer, sino también que hiciese todo el mundo al día siguiente de la revolución. Por defectos naturales de educación social, propendemos a encerrarnos en fórmulas simples y concisas que bien pronto se truecan en dogmas. Las enseñanzas actuales y nuestro organismo, saturado por la herencia autoritaria de siglos, quieren que seamos previamente blancos o negros, azules o rojos.
Es frecuente que la primera exposición de nuestras doctrinas deje atónitos a los oyentes. Choca de tal modo la idea anarquista con las costumbres, las opiniones y los sentimientos corrientes que no es extraño que el común de las gentes nos tenga por locos. La cordura está en razón directa de la generalidad, por no decir de la vulgaridad, de ideas.
Mas como la fuerza de lógica de la afirmación libertaria es realmente incontrastable, no es menos frecuente que el atónito espectador, pasada la estupefacción del momento, acoja la idea con cariño y al fin la proclame. En su cerebro se opera entonces profundo cambio, y presto se lanza a los mayores atrevimientos del pensamiento. Júzgase transformado, libre de prejuicios, pero apenas intenta concretar sus ideas nuevas, los añejos errores, los inveterados dogmatismos reviven. Naturalmente, el catecúmeno no se da cuenta de ello y se cree el mejor y más puro de los libertarios. No pongáis en duda sus opiniones: al punto surgirá la polémica y el encastillamiento. Los que se sentían unidos por un ideal común, resultarán separados por abismos dogmáticos.
Los resabios autoritarios no se alimentan por ensalmo. La herencia y la educación actúan constantemente sobre cada uno de nosotros y de ellas somos prisioneros.
Aún entre los militantes bien conscientes del ideal, los resabios autoritarios perduran. Somos blancos o negros, azules o rojos, olvidados de que nos decíamos anarquistas.
¿Cómo conciliar con la afirmación libertaria un adjetivo cualquiera?
Se dice: «Es necesario saber qué ha de hacerse al día siguiente de la gran revuelta; cómo organizaremos el trabajo, la distribución y el consumo. Será indispensable actuar de algún modo.»
Razonamos como si hubiéramos de disponer de algún órgano de gobierno. Es exigible a los partidos autoritarios la confesión previa de lo que se proponen realizar. Aspiran al poder y es preciso que digan cómo van a gobernar. Los anarquistas no. Sería contradictorio que pretendiéramos nosotros establecer de antemano los jalones de la organización futura. Daríamos un programa, un dogma, y no tendríamos medios de realizarlo; y si los tuviéramos y los usáramos, no seríamos ya libertarios.
Sin llegar al mañana, ahora mismo cuestionaríamos Por las más insignificantes cosas, exactamente igual que hacen los autoritarios. Lo somos realmente cuando nos obcecamos en que prevalezca nuestro coto cerrado, nuestro credo, nuestro castillo en el aire.
Se nos dirá: “¿Cómo, pues, explicaremos a las gentes nuestra concepción de una sociedad nueva?”
Delinead una fórmula más o menos comunista, más o menos individualista, y el ideal libertario se esfumará inmediatamente. De un modo fatal, explicaréis comunismo, y seréis comunista; explicaréis individualismo, y seréis individualistas; cualquier cosa más que anarquistas.
Hay un principio común no sólo a los anarquistas sino también a los socialistas y hasta a muchos hombres que no son ni lo uno ni lo otro; es en nuestros días universalmente reconocido- Nadie duda ya de que todos y cada uno tenemos derecho al usufructo de los bienes naturales y de los belenes sociales. Lo que se llama capital ha de estar a la libre disposición de todo el mundo; cada uno dispondrá así de los medios necesarios para subsistir y desenvolverse.
Más allá de este principio comienzan las escuelas, los dogmas. Para nosotros debe empezar solamente la actuación libertarla. ¿No es la anarquía la posibilidad para todos, absolutamente para todos, de proceder como mejor parezca a cada uno, la posibilidad de actuar libremente, concordándose como quiera con los demás o no concordándose de ninguna manera?
Pues comenzad por ahí la lección. La anarquía no será entonces la realización voluntaria o forzada de ningún plan previo. Será el instrumento necesario para obtener, como resultado, una organización libre, o una serle de organizaciones libres según el estado moral e intelectual y según la voluntad de los hombres en cada momento.
Discurriendo en esta dirección se barren los resabios autoritarios que nos inducen a conducirnos como lo contrario de lo que somos y también nos capacitamos para transmitir, lo más exactamente posible, la esencia misma del ideal.
Es indiscutible que la revolución venidera tendrá por principal objeto socializar la riqueza, poner a disposición de todo el mundo los medios necesarios para vivir y desenvolverse. Como haya de procederse luego, lo proclama el socialismo a la manera autoritaria prometiéndose organizar desde arriba y en común la producción, el cambio y el consumo.
Nosotros los anarquistas deberemos enseñar a los trabajadores que se organicen por sí mismos, sin esperar las órdenes de nadie; que, por medio de acuerdos libres, se asocien para los diversos fines de la resistencia.
Esto bastará. Todo lo demás que decirles pudiéramos, o lo saben mejor que nosotros, porque es materia de su particular competencia, o tendría por objeto sugerirles sistemas que, aun pareciéndonos los mejores, pueden ser grandemente erróneos.
Lo esencial para el anarquismo es desbrozar el camino de resabios autoritarios, perseguir sañudamente hasta los últimos resabios del autoritarismo, no cejar, jamás en la tenaz labor de emancipar consciencias que mil prejuicios funestos tienen encarrilados en la servidumbre voluntaria.
La posibilidad, por medio de la igualdad de condiciones, de todas las experiencias, es la afirmación netamente anarquista. El resto o pertenece a la hipótesis o es fruto del autoritarismo.

(“EL LIBERTARIO”, núm. 5. Gijón., 7 septiembre 1912.)






LA SINRAZON DE UN JUICIO


Porque expresa una opinión mal fundada de muchas gentes, quiero hacerme cargo en público de unas palabras dichas en privado por un compañero a quien estimo.

Alentándonos en la empresa de propaganda periodística que hemos acometido con «El Libertario», nos dice ese buen amigo, poco más o menos: “Sobre todo a la masa estulta hay que enrostrarla duro y sin disimulos”.

La cosa dicha así, en seco, parece una enormidad. Pero si se tiene en cuenta que quien de ese modo habla y quien de esta manera contesta de la masa somos, será necesario dar a tales palabras otro valor del que aparentan.

En efecto: La multitud esclavizada y embrutecida por la educación y por el hábito, y sometida por la necesidad de vivir, no se conmueve ni se agita si no es a impulsos de rudos embates de la razón que le muestran toda la cobardía y toda la vileza de su conducta. Es permitido, metafóricamente, el latido que restalla de rabia, la sacudida violenta que enciende los colores del rubor, hasta la injuria que provoca la ira. En este sentido los más activos revulsivos están justificados. La multitud recobra por sí misma y abre su entendimiento a la luz de ideas y de sentimientos ausentes o dormidos antes. Enrostrar duramente las cosas mismas, salvando al hombre, es, no obstante, el único camino del juicio y de la reflexión.

Cuando rebasamos el respeto al hombre, ya no laboramos por su elevación; lo deprimimos, insultándolo y vejándolo. Y he ahí precisamente lo que suele hacerse traduciendo malamente la necesidad de sacudir duro y sin disimulos a la masa estuIta.

Es un juicio irracional muy corriente. Parece como si con injurias, con fuertes agravios, con violentos apóstrofes se llevara a la razón vecina el menor destello de luz. En esta labor revulsiva, las reflexiones, los razonamientos huelgan. Las palabras gruesas lo son todo. ¡Funesta equivocación que pone abismos entre nosotros!

Porque, en fin de cuentas, el ignorante, el sometido, no es el culpable, puesto que por voluntad propia ni permanece ignorante ni está sometido. Es la dura existencia, es el bagaje hereditario, es la falta de educación y de enseñanza desde los primeros pasos de la vida lo que le tiene reducido. Es el poder capitalista y el poder autoritario, gravitando pesadamente sobre él, lo que le tiene en la cobardía. Incitarle al análisis, empujarle a la rebeldía, no es lo mismo que insultarle, insultándonos.

¿Quién de los que más griten estará sin mácula? Nos juzgamos rebeldes y en cada minuto de la existencia nos negamos tres veces. No se vive sin someterse. Es demasiado poco un hombre solo ante la enorme pesadumbre del mundo en que vivimos. Y para recorrer el áspero sendero de la redención humana, es preciso sentirse apoyados hasta en nuestra propia debilidad.
No podemos hacernos la ilusión de emancipados. No podemos pensarnos realmente rebeldes, rebeldes de hecho, en medio de todas las sumisiones a cuyo solo precio se puede vivir hoy. ¿Tenemos la percepción de la rebeldía, de la libertad, del gran ideal de justicia? Pues llevémosla por la razón, hasta por la pasión, a nuestros hermanos. Que la rabia de la impotencia no nos arrastre al menosprecio y a la injuria. Y si de tanto en tanto se hace necesario el aldabonazo que despierta a los dormidos, el recio apóstrofe que obliga a erguirse a los sumisos, pongamos inmediatamente la razón de nuestros llamamientos, de nuestras duras palabras. Mover un brazo en actitud amenazante es mucho más fácil que dar la razón de la amenaza.

Maltratar a los que no están a nuestro lado equivale a maltratarnos nosotros mismos. Pensemos siempre que éramos como ellos mismos en la víspera del día en que hablamos, del día en que fuimos convencidos por lecturas, por conversaciones o por meditaciones propias.

¡Enrostrar la multitud estulta! Hay muchas cosas dignas de ser enrostradas. Nosotros mismos no podríamos alzar el grito muy alto sin que tal vez la multitud pudiera devolvernos golpe por golpe.

¿Hay muchas cosas dignas de ser enrostradas fuera y dentro de nosotros? Pues duro con ellas. Pero que la razón vaya detrás presurosa, solícita, con amor intenso, inundando de luz las cavernas tenebrosas donde han echado profundas raíces todas las servidumbres históricas.

La sinrazón de los que maltratan sólo tiene una disculpa: que ellos mismos carecen de mejores argumentos.


(“EL LIBERTARIO”, núm. 8. Gijón, 28 septiembre 1912.)






ALREDEDOR DE UNA ANTINOMIA


Se reproduce en las contiendas sociales de nuestros días el antagonismo histórico de las luchas políticas y filosóficas. El genio de Proudhón, el más grande dialéctico revolucionario, señaló de modo concluyente la antinomia en que se revuelve la vida humana. Todo, hechos, sucesos, sentimientos, ideas, aparece como si tuviera dos caras, dos términos opuestos e irreductibles. Pudiera decirse que el principio de contradicción es la esencia de la vida misma.

Son las luchas contemporáneas, así en lo ideal como en lo real, distintas por la orientación y por el contenido, iguales por sus términos originarios a las de todas las épocas. En medio de las aspiraciones de renovación social, la tendencia asociacionista y la tendencia autonómica libran desigual combate. Los ideales van desde la afirmación de la individualidad independiente hasta la consagración de la masa, de la colectividad toda poderosa. Las prácticas sociales reflejan a cada instante el encono del individuo en rebeldía y la prepotencia de la multitud avasalladora. La antinomia, la contradicción es flagrante entre sojuzgado y sojuzgador. Hay una fuerza disolvente y dispersa que se llama individualismo, una fuerza conglomerada y conservadora que se llama socialismo o societarismo. En el fondo, sean cualesquiera los nombres, oposición manifiesta entre la unidad y la totalidad.

Es verdad que el principio asociacionista, común a todas las escuelas sociales, difiere esencialmente de la afirmación cerrada de la soberanía colectiva. Pero en la práctica se confunden y compenetran debido a la preponderancia del espíritu gregario y a la educación de rebaño. El asociacionismo consciente, que se deriva de la voluntad libre del individuo autónomo, es aún lejana realidad, tópico para futuras edades. Las gentes marchan, mecánicamente agrupadas, ahora como antes, sean las que quieran sus aspiraciones ideales.

A causa del bagaje hereditario, tanto como por la influencia del medio, de ningún modo renovado en este punto, la antinomia entre la individualidad y la agrupación continúa en pie a favor de la soberanía indiscutible y aplastante de la multitud. En general, los individuos parecen gozosos de sumergirse y desaparecer en el abigarrado e indefinido conjunto de la masa, de la muchedumbre, de un ejército, de un partido o de una asociación cualquiera. Pocos son los celosos de su personalidad. Pocos y tenidos comúnmente por locos y estrafalarios.

Y no obstante, muchos se dicen autonomistas, proclaman grandes e incontestables verdades de liberación humana, quieren dignificar y ennoblecer al individuo; pero al punto mismo de las realidades se rinden a los hábitos de la rutina y se suman, olvidados de sí mismos, a la turba que arrolla, como impetuosa corriente, todos los obstáculos.
Suele ponerse por delante la pantalla de la solidaridad y de la asociación. Pero la solidaridad, cuando no es fruto de deliberaciones personales y de determinaciones de la voluntad consciente, no difiere de la caridad y del pietismo cristiano. La asociación, cuando no es resultado de un contrato libre entre iguales, en nada se diferencia de la subordinación automática y ciega a la voluntad de otros. Luego, la solidaridad y la asociación no necesitan del sacrificio individual, no ciegan la independencia. Esta necesidad y esta negación tienen su raíz en los resabios de sumisión voluntaria y de acatamiento a la autoridad impuesta.

La antinomia existe de todos modos. Porque sin la independencia personal se anula el individuo y sin la asociación de individuos la vida es imposible.

Salir de este callejón sometiéndose al grupo o negándole, es cortar el nudo. Y lo que se necesita es desatarlo.

Desatarlo es permanecer autónomo y voluntariamente cooperar, concurrir, solidarizarse para una obra común.

Asociacionismo es igual que decir acto deliberado de la voluntad libre. Cualquier otra cosa es subordinación, regimentación, esclavitud, en fin; de ningún modo asociación.

No se asocia el que no es libre; se somete. No es libre el que está sometido y no puede, por tanto, contratar, deliberar, determinar sus actos. Todo pacto implica la libertad y la igualdad previa de las partes contratantes. El pacto entre seres iguales y libres resuelve la antinomia consagrando la independencia y realizando la solidaridad.

Tal es, en el fondo, el principio anarquista.

El socialismo que se ampara del Estado, de la sociedad o de cualquier otro modo de agrupación, podrá hablar de libertad, pero esta libertad estará de tal modo condicionada que valdría la pena de hablar francamente de subordinación forzosa a la soberanía de la colectividad. Y en este punto, quien estime su libertad personal habrá de inclinarse necesariamente al anarquismo.

Fuera de él, toda promesa de verdadera liberación, es falaz y embustera.


(“EL LIBERTARIO”, núm. 10. Gijón, 12 octubre 1912.)






LAS VIEJAS RUTINAS


Es pasmoso como arraigan, en el espíritu humano los conceptos hechos, las ideas fijas, los prejuicios tradicionalistas. Dijérase, que después de adquirida una noción cualquiera, el hombre la sigue mecánicamente, la obedece por instinto, sin intervención alguna del raciocinio. Quien nos examinara desde un ambiente distinto del humano, no nos distinguiría del perro que ladra sistemáticamente al que pasa y se humilla ante el que le pega. En la sumisión a la costumbre nada nos diferencia de los que reputamos irracionales por la sola razón de que no los entendemos.

Si es verdad que cualquier especie animal permanece invariablemente la misma a pesar de las repetidas y continuas experiencias hereditarias, no lo es menos que al animal-hombre casi no le ha servido de nada su larga experiencia histórica, ni este mismo privilegio de registrar espiritualmente sus experiencias. Educado en la práctica autoritaria, no acierta con ningún remedio que no sea calcado en el ejercicio de la autoridad y en la obediencia a la autoridad. Instruido en el trabajo servil, no se le ocurre ningún expediente que le permita trabajar en libertad para subvenir lo mejor que pueda y sepa a sus necesidades. Perro fiel a su amo, acata al cura, sirve al propietario, obedece al jefe. Si lo sustraéis a este dominio, a buen seguro que no sabrá qué hacer de su persona. Se encontrará como desorientado en la inmensidad de un desierto o en el enredijo de indescifrable laberinto. Las viejas rutinas son el alma del hombre y, sin ellas, el rey de la creación quedaría por debajo de la más ruin alimaña. La soberbia humana va de tumbo en tumbo en cuanto pierde los andadores.

Nuestras mismas ponderadas filosofías, nuestras pomposas ciencias, no son sino modulaciones sobre el eterno tema de la vida rutinaria, del pensamiento encasillado, de la acción metodizada, prisionera, sometida. La razón y sus sutilezas sólo han servido para variar hasta lo infinito las formas de la subordinación y de la servidumbre.

Por grados, los sistemas filosóficos, las concepciones ideales, siempre renovadas, han parecido ascender en dirección progresiva. Pero si se nos examina despacio, se ve pronto que todos parten de las mismas viejas rutinas, pasan por los mismos prejuicios y arriban a los mismos errores: autoridad, propiedad, casta, privilegio.

Se toma al hombre como a un animal domesticable. Consecuencia obligada: unos domestican, otros son domesticados; unos mandan, otros obedecen; aquéllos poseen, éstos trabajan. Hay gobernantes y gobernados, propietarios y proletarios; en suma: amos y esclavos. La experiencia fisiológica y la experiencia histórica no han dado más de sí.

¡Qué ímprobo trabajo el de llevar a las inteligencias la necesidad y la justicia de la vida libre! Aun en los más clarividentes, las viejas rutinas se atropellan con inusitado estrépito para oponerse a la utopía. En vano será que apeléis al poder de la lógica, de cuyo dominio tanto se ufana el hombre; en vano que mostréis cómo por naturaleza las fuerzas universales llevan en sí mismas la razón de sus convergencias y de sus divergencias; en vano que acumuléis hechos, relaciones, analogías para demostrar que en la ecuación de las actividades humanas, la legislación y la propiedad son en cantidades extrañas. Sistemática, mecánica y obstinadamente, las viejas rutinas repetirán la misma cantinela.

Y aun cuando el espíritu humano se muestra propicio a la razón y se lanza a formular términos de progreso, de mejoramiento, de emancipación, no es raro ver como de nuevo cae en los mismos prejuicios y reproduce las mismas rutinas. Bajo la promesa de libertad, hay siempre la sugestión de una nueva servidumbre; bajo el anuncio de la igualdad, hay siempre el fermento de nuevos privilegios. La tradición manda. El doméstico acata. Las viejas rutinas prevalecen.

Tantas cuantas veces el credo social se ha renovado, otras tantas ha caído en el autoritarismo y en la desigualdad. Lentamente los factores hereditarios recobran su influjo y al fin se imponen.

El socialismo actual es un ejemplo patente de estas reviviscencias. Le evolución regresiva iniciada el mismo día de su nacimiento, lo conducirá a su total negación. Cuanto más poderoso se hace, más autoritario se torna. Es un proceso de identificación con la rutina ambiente. Se le acepta tanto más, cuanto más se le acomoda a la tradición autoritaria, fuertemente arraigada en las gentes de todas las calañas.

El perro continúa ladrando al que pasa y lamiendo la mano al que pega.

¿Evolución progresiva? Sin duda. Mas en el correr de los tiempos la ímproba labor emancipadora apenas se advierte; ¡tan aferrados estamos a la sinrazón de nuestra razón y al oropel de nuestra ciencia! Es difícil ser nuevo con todo el bagaje tradicional a cuestas, arriesgado ponerse delante de la corriente de los siglos, temerario lanzarse al ignoto futuro. Más fácil y más cómodo y más tranquilo es dejarse conducir y bailar al son que nos tocan. Tenemos demasiado de rebaño. Y los hay que tienen mucho de danzantes. No faltan tampoco los malos cómicos ni los cínicos explotadores de la ignorancia y de la simpleza popular.

¿Vida libre? ¿Igualdad de condiciones? ¿Solidaridad humana? ¡Bah! Desvaríos de manicomio. Las viejas rutinas; eso es lógica, sabiduría y ciencia.

Mañana corno hoy y hoy como ayer, quieren los imbéciles que el perro ladre al que pasa y lama la mano al que le pega.

Aunque el perro se llame hombre.


(“ACCIÓN LIBERTARIA”, núm. 1. Madrid 23 mayo 1913.)






COMO SE AFIRMA UN MÉTODO


Ricos somos en ideas, pobres en hechos. Hasta la razón llegan con bastante facilidad los teoremas de la lógica ideal; mas el rigorismo de la práctica encuentra difícilmente anchos caminos donde espaciarse. Los que dejamos vagar la imaginación por el edén del porvenir soñado, ¡con cuánta frecuencia en la brutal realidad damos de bruces sin percatarnos de la irreductible contradicción de nuestra conducta!

Propagadores de ideales nuevos, ponemos casi siempre manos a la obra sin que acertemos a diferenciarnos, en los detalles mil de la realidad, de aquellos otros que, fieles a la rutina, piensan y sienten y ejecutan al unísono como modelados e inspirados por la más íntima concordancia entre la idea y el hecho. Cristalizan éstos en el pasado; se están formando aquéllos con los yugos del presente y las brisas del porvenir. Somos el hoy que sueña en el mañana. ¡Qué mucho que la contradicción sea flagrante!

Mas en el imperio de la razón, la consecuencia obliga. Hay necesidad de que al idealismo declamatorio, al continuo proclamar las excelencias de un principio, al reiterado pregón de las aspiraciones nuevas, respondan los hechos afirmando con su lógica cerrada aquellos o aquel método según que la vida futura ha de desenvolverse a la medida de nuestras concepciones.

De todas las cracias y de todos los ismos que determinan nuestra mentalidad o nuestro ideal, son los más eficaces aquellos que encuentran mantenedores decididos en el terreno de la práctica. Una democracia que gana en jerarquías a los mismos poderes caducos; un socialismo que en materia de disciplina no tiene nada que envidiar al ejército mejor organizado; un anarquismo que, pasándose de listo, establece oligarquías disimuladas, podrán vivir saturados de grandes, muy grandes ideas, pero no acertarán jamás a afirmar su grandeza en el ambiente de la vida, no lograrán jamás traducirse en hechos, sugestionando y arrastrando tras si a la gran masa que carece de tiempo para entregarse a estudios filosóficos.

Hay un libro inmenso, más elocuente que ninguno: el libro de todos, de la experiencia de todos. Que vayan unos cuantos a buscar entre las páginas del pobre saber humano la esencia misma de todas las razones: siempre la incontable muchedumbre se quedará a oscuras si esas razones no se las escribe en el libro universal de la realidad ambiente, de la práctica cotidiana.

Caen, pues, las democracias porque el ideal no tiene traducción eficaz en la experiencia, porque la realidad no corresponde a lo soñado, aun cuando aquélla sea fiel trasunto de un principio filosófico bien preciso. Fracasa el socialismo cuando las gentes se percatan de que los adeptos de la buena nueva social no son sino tristes plagiarios de las cosas de antaño y de las cosas de hogaño. Fracasa igualmente el anarquismo cuando, a poco que se hurgue, se encuentra en sus mantenedores, próximo a la corteza libertaria, el material leñoso y el corazón del autoritarismo.

Confiados todos en que el milagro de la transformación se verifique como por encanto, damos riendas sueltas a las palabras bellas, a las declaraciones tribunicias, a las ardorosas afirmaciones de la eterna aspiración, sin que en la realidad se produzca ni un solo conato de experiencia del método, de práctica del principio. Y aun para engañarnos, buscamos fáciles explicaciones a nuestra falta de correlación y creemos haberlo hecho todo cuando nos lavamos de toda culpa en el Jordán del medio ambiente.

En realidad de verdad, no se afirma así el porvenir. Buenas son las razones que sensibilizan el entendimiento; mejores los hechos que en él se graban para no borrarse jamás. No es suficiente para afirmar la aspiración anarquista aducir razones sobre razones y amontonar las pruebas dialécticas. En este terreno permanecería mucho tiempo como diletantismo de un puñado de innovadores. Es necesario, además, que los adeptos de aquel ideal lleven a la vida ordinaria, sobre todo a la vida societaria, las prácticas, todas las prácticas posibles del método preconizado. Es necesario que vean las gentes y cien grupos, una asociación grande o chica y una o más federaciones de grupos, de colectividades, cualquiera que sea su naturaleza y cualesquiera que sean sus fines. Es necesario que vean las gentes como sin previos reglamentos y sin imposiciones del número los hombres pueden coordinar sus fuerzas y realizar una labor común. Es necesario que vean las gentes cómo la solidaridad puede ser un hecho, con las limitaciones naturales del Estado social presente, sin esas monstruosas ordenanzas que van señalando paso a paso y minuto a minuto el modo y la forma de que el individuo traduzca aquello mismo que lleva en su constitución y en su sangre y, por añadidura, en su entendimiento. El anarquismo, como cualquiera otra doctrina, ha de llegar a la universalidad de las gentes por la mediación de la experiencia. Es indispensable que se le lea en este gran libro, ya que, por otra parte, no todos pueden ir a buscarlo en los tratados de filosofía o de ciencia.

Larga, muy larga, será quizá esta obra. Tan larga como se quiera, demanda toda nuestra paciencia, y toda nuestra perseverancia. Es así como se afirma un método y es así como quisiéramos ver a cada momento traducido el ideal.

Bajo ningún pretexto es disculpable que llevemos en los labios la palabra libertad sin que los hechos respondan de que son sinceras. No hay motivo de táctica, ni excusa de gastada habilidad que impida a un anarquista, cuando realiza una obra de asociación, de propaganda o de lo que fuere, realizarla conforme al método que ensalza y encomia.

Somos ricos en palabras y en ideas. Seamos ricos en hechos, que es así como mejor se afirma el ideal.


(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 20. Madrid 3 octubre 1913.)






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